Soy un estudiante recién salido del bachillerato, tengo 16 años y he vivido en Barquisimeto toda mi vida hasta ahora. Desde pequeño mis padres me incitaron a leer y los libros con el tiempo se volvieron mi pasión, junto con otras maneras de arte (música, pintura, etc). De aquí deriva mi pasatiempo, escribir (aspirando que se vuelva más que eso). He escrito toda clase de cosas desde hace como un año o dos; también en un futuro, tal vez cercano, intente pintar.
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Fantasmas de ayer y hoy¿Por qué me parece, que ha pasado una eternidad?
¿Por qué me parece, que ha sido solo una noche en vela? Huele a plástico viejo y a memorias llenas de polvo. El pasar de los años puedo sentirlo en mis dedos, me da tristeza sentir en mis manos a todas esas cosas que he llegado a olvidar y que en un momento de mi vida parecían lo único por lo que vivía. Una cajón abandonado, cerrado porque cada vez que abre no puede mantenerse. Un castillo de cartas que se bambolea con el tic-tac de un reloj. Es todo un simbolismo. Es todo para hacerme entender que hay que abandonar aquello del ayer y solo poner atención a lo que es hoy. Libros con las páginas amarillas como las hojas en otoño. Manchas en las estructuras que parecen dibujos de flores marchitas. Fotos descoloridas como las calles de ayer, con solo la impresión de que todo era mejor.Una canción suena en la distancia y grita solo que me he abandonado entre los momentos de antes y después. Fantasmas irreales parados en las esquinas de una casa que es la representación de mi zona de confort. La grabadora que suena en la mesa de noche con una cinta que recita los eventos que nunca pasaron más allá del término Imaginación. Aún hago las mismas caras bobas en el espejo. Me reviso cada centímetro de la cara y encuentro arrugas que solo parecían un mito en mi piel joven. Miro los ojos de ese reflejo, aquellos que se llenaban de emoción con la misma descarga de electricidad que hoy solo me parece un leve contacto. La bombilla parpadea, incitando el cambio. Aunque hay cosas que nunca he perdido. Aquel sentimiento a gusto de quedarse a solas con los pensamientos y los recuerdos. Qué bien se siente dejarse llevar por la corriente de la ilusión de que las cosas hubieran sido diferentes si hubiese ido por otro sendero. ¿Hubiesen sido las cosas mejores? ¿Hubiese sabido lo que sé hoy? ¿Me hubiese sentido, como me siento ahora que dejo a mi alma expresar estas palabras en un espacio vacío? ¿Hubiese sido yo otra persona? En aleatorio suenan melodías que me parecen un monumento al pasado. Un monumento a un estado de animo, al miedo de no saber lo que vendría, un monumento a esas ellas que una vez me robaron una alteración de la respiración con dirigirme la palabra, aquellas que solo son vagos nombres y esbozos de una cara incierta en un archivero desordenado de una mente hecha un tornado. Un brindis al abrazo de esa persona que sí se ha ido para siempre y su foto no le hace honor. Un suspiro de cansancio a los granos de arena que bajan por el segundero, a las palabras que se escriben en un libro que tal vez no llegue a existir pero sí pueda leer. Aquellos tiempos, desvanecidos en el agua del recuerdo de un recuerdo. Aquellos tiempos, que surgen como burbujas recurrentes. La luz sigue iluminándome igual el rostro y me enceguece, mientras oigo los llamados de alguien actual. Mi viejo yo me anima a seguir con la esperanza de que si todo es diferente, que sea diferente para bien. Consciente de que yo tal vez nunca vuelva a ser él. Muy lejos, o tal vez muy cerca, oigo el saludo de alguien nuevo. Alguien que me cambia la vida para siempre. Por: José Gonzalez DriveLas gotas caen sobre el parabrisas, limpiar el agua es totalmente inútil.
Es noche cerrada, tienes sueño y te mueres por ir a tu cama. A cualquier cama. Mierda, solo quieres acostarte, aún si es en el asfalto mojado. El letargo te asfixia. Puedes ver como tus alrededores se mueven con el auto y pareciera que se diluyeran con la lluvia. Pero no puedes parar. Tú sabes porqué. Das giros entre calles y calles en lo que es un laberinto de concreto y edificios. Los neumáticos deslizándose peligrosamente con cada curva. Tus dedos tensandose sobre el volante. Tú pie en el acelerador, mientras das pisotones en el freno con cada giro. El motor ruge sin detenerse. Pones más presión al acelerador. Ahora corres a gran velocidad por la medianoche. No hay ser que detenga; una sonrisa atraviesa tu rostro. Una sonrisa que si alguien la viera, sabría que eres malas noticias. Un semáforo parpadea con indiferencia mientras tu solo le dedicas un milisegundo de atención. El milisegundo que necesitas para casi destrozar el pedal del freno de un pisotón cuando ves al otro auto salir de ningún lado. Su ráfaga de viento roza tu parachoques, sientes como si la muerte te rozara el cuello con sus fríos dedos. Cierras los ojos fuertemente, hueles la goma quemada con la fricción repentina y oyes el estruendoso pitido del otro auto. El corazón te corre a cien mil por hora. Y agradeces. No porque el choque no te hubiera destruido el carro. Y tampoco porque lograste parar en el momento exacto. Agradeces porque no hubiese nadie para verlo mas que tú y el otro conductor. Sigues conduciendo y la lluvia sigue tratando de partir el parabrisas. Sientes frío. Sientes como el aire acondicionado que pusiste para que no se empañaran los vidrios te empieza a morder la piel. Te empieza a clavar los colmillos en los huesos, y empiezas a temblar, no por el frío. Porque estás tan cerca. Porque ya puedes saborear tu victoria, como te saliste con la tuya por una vez. Como has manejado todo y ya por fin descansarás. Pero ves una luz en el retrovisor. No es amarilla como las de cualquier faro. No es de neón como las de cualquier idiota haciendo carreras nocturnas. Es azul con rojo. Y con un sonido que te hace trizas la calma. Debes detenerte y dejar que se acerque. A lo mejor no es contigo. A lo mejor solo te pasará y ya. Pero no puedes arriesgarte más. Aceleras y la aguja del medidor empieza a temblar mientras apunta a la derecha. Ves como le vas perdiendo, y tomas un giro inesperado. Y otro. Y otro. Se ha ido y ni siquiera ha sabido que ha pasado. Ganaste. Y de alguna manera también llegaste a dónde querías llegar. Ya no hay lluvia, solo un vacío de aire limpio. Ya todo es niebla y no ves nada pero sigues aparcado. Sacas las llaves de la ignición. Y la mano te tiembla mientras abres la puerta. Mueves el llavero y sacas la llave del cofre de la parte de atrás del auto. La introduces con temerosidad y levantas la puerta. Ahí está ella justo como la dejaste. En silencio. Dormida, oliendo un trapo con cloroformo. Atada de manos y piernas. Ves como su belleza aún rezuma estando desmayada. Como las marcas de las cuerdas se marcan escarlatas en su piel de cristal. Como sus ojos cerrados yacen con placer. Como sus labios forman una línea rosa ondulada. Te agachas y la besas en los labios que serán por última vez, tuyos nada más. Vuelves al carro con unos movimientos roboticos y desde tu punto de aparcamiento calculas la distancia hasta el lago. Te relajas como nunca antes y sientes una tranquilidad parecida a la de un monje. Cierras los ojos y las lágrimas bajan de tus ojos mientras pisas por última vez el pedal. No hay motor rugiendo. No hay ruedas corriendo, que quedan en suspenso. No hay parachoques que se lanza frontalmente al agua. Solo estás tú. Y por fin, estás en calma mientras el oxígeno se acaba. Por: José Gonzalez |
EmbrionicoSeguimos levantándonos al sonar del reloj.
Amagando los ojos al sol que entra por la gris ventana. Exhalando el sueño fuera. Respirando las expectativas de un día con nada especial. Al mirar un cuaderno y el lápiz en la mano, o el ordenador y su frío responder entrecortado. Imaginamos a otro yo. Viviendo las fantasías que no viviremos. Amando a las personas que no nos pertenecen. Teniendo lo que no necesitamos. Pero miramos a nuestro alrededor y observamos. A todos esos que solo conversan en la superficie. O a esos que se sienten igual que nosotros. O a aquellos que solo no quieren existir. Tomamos cuenta de nuestra continuidad de espacio y tiempo. Y nos sentimos como polvo en el aire. Flotando sin ser nada. Apareciendo como invisible. Solo un espectador más. Solo otro par de ojos. Otra caja cerrada desde dentro. Otro frasco sin destapar. Un pincel que ataca al lienzo en blanco. Llenándolo de sus colores y líneas. Dándole sentido a la vida con solo buscar al mismo. Por: José Gonzalez El miedo mismoOtra vez ese sentimiento de vacío que hace un nudo en mi garganta y mi estómago. Esas ganas de vomitar pero no querer hacer ruido.
Otra vez esa necesidad de luz para asegurarme que no hay nada en la esquina de la habitación, quieto, observándome. Ese temor de la luz por ver qué es lo que realmente se posa allí. Debajo de mis sabanas estoy en mi fortaleza de seguridad, nada puede tomarme aquí. Pero a cubierto, oigo pasos en la penumbra azabache. Oigo el acercamiento de mi muerte, el acercamiento de perder todo lo que conozco. Me ahogo en mis gritos de ayuda y el mar se hace de mi sudor frio. La mano se contrasta contra las azules sabanas, se extiende para tomarla y descubrirme para su placer. La nausea aumenta, se me aguan los ojos y quiero gritar, quiero correr. Tengo seis años y sollozando en el hombro de mi madre mientras solo venía a revisarme cuando se sobresaltó al verme escondida bajo las coberturas. He pasado la noche junto a la armonía de estar dormida junto a mi madre. Pasan los años, años en donde he visto sombras y siluetas en mi reojo que nunca son nada. He creído sentir toques, pero me mantengo escéptica debido a mi traumatizante experiencia. Me he asustado otras veces, pero el sueño me ha salvado de seguir imaginando cosas que no existen en mi habitación. He oído historias de terror que se me olvidan al siguiente día, le he creído a mi madre de que no hay nada allí en las noches. Tengo dieciocho y soy lo suficientemente independiente para andar sola por la calle; camino confiada, cautelosa. Mirando, escuchando todo a mi alrededor. Siento el hierro frio que se posa en mi nuca y me detengo en seco. La voz extraña me ordena entrar en el auto y no hacer ruido. Debe de haber estado escondido, o hubiera oído sus pasos. Me hace llamar para pedir ayuda y llamo a mi familia, en donde exige un rescate de alto precio. Me introduce en un cuarto sucio y me quita mi celular bruscamente. Dice que si pasan dos días y nadie viene, me matará. Pero no estoy asustada, solo algo nerviosa. No he llorado no porque no quiera, sino porque no me ha surgido el llanto. No he gritado porque no lo he necesitado; para ser un secuestrador, no me ha maltratado físicamente. Me acuesto en la polvorienta cama de su escondite, “al menos tiene cobijas” pienso para mis adentros. Después de media hora en vela, el sueño me rapta también bajo las coberturas. Despierto sobresaltada. Hay alguien en la habitación. Tal vez es el hombre de antes, para chequearme ya que no hago ruido. Pero por el silencio noto que no es él. El hombre de antes tiene una respiración pesada, de fumador tal vez. Por primera vez en doce años vuelvo a sentir miedo de verdad, se me erizan los vellos de la piel y comienza la orquesta de la náusea. Sudo a través de mis axilas, observando la esquina del cuarto, a la familiar silueta oscura. Ninguno de los dos nos movemos por lo que parece una eternidad, cierro los ojos un momento y le oigo acercarse a la cama. Sus pasos de polvo como en nuestro primer encuentro hacen un ruido seco en el suelo de concreto. Otra vez, la mano se acerca a las sabanas; mi madre no está aquí para protegerme, y soy lo bastante consciente para saber que no estoy imaginando todo esto. La mano afilada se acerca a los hilos y se forma para agarrar algo. Cierro fuertemente los ojos y siento una caricia en mi cabello. La mano solo se posa sobre mi cabeza de forma afectuosa. El sol sale lentamente a través de la pequeña ventanilla cercana al techo. Los cielos de la noche son engullidos por un naranja resplandor. La mano se ha ido, el disparo ha sonado y ya la policía me ha encontrado sentada con la mirada perdida bajo las sabanas. Me llevan agarrada, asumiendo correctamente que estoy débil. Paso por el recibidor del escondite mientras colocan una sábana encima a mi secuestrador. La sangre que emana del orificio en su sien forma un charco bajo su cabeza. Mis padres y la policía me han dicho que el hombre se ha suicidado por la culpa que sentía. Me han dicho también que todo saldrá bien y me darán sesiones para un psicólogo público. Pero yo sé lo que ha sucedido a ciencia cierta, la silueta me ha salvado de terminar muerta. Me ha salvado para lo que tenga pensado para mí. Quizá el hombre no pudo con la náusea y el sudor. Quizá él sí encendió la luz. Por: José Gonzalez |